domingo, 20 de abril de 2008

SOLLOZO


Cuando apagaron la luz de su habitación supe que ya no lo vería más. Tía Carla me abrazó y me llevó hacia su automóvil, el rímel de sus ojos brillaba de forma extraña. Escuché que había sido inesperado, terrible, injusto y tan brutal como una pesadilla de la que todos deseaban despertar.

Tía Carla me sirvió un pedazo de torta de chocolate, insistió que debía ser fuerte y una buena niña. Le pregunté por mamá; respondió que volvería por la mañana. No pude preguntarle por mi padre. Me quedé dormida a su lado mientras me contaba historias de cuando ella era pequeña y papá le ayudaba a treparse de los árboles.

Aún dormía tía Carla. Contesté el teléfono, mamá se sorprendió de que estuviera despierta tan temprano, le dije que no podía dormir y agregué maquinalmente “¿Y papá?” El silencio al otro lado del auricular fue interrumpido por un ruido extraño: un sollozo. “Mamá podrías traer ese helado de vainilla y fresa que le gusta a papá y lo comemos juntas, por fa”. Mi madre afirmó naturalmente y cortó.


Mi padre murió cuando tenía doce años por una afección cardiaca. Desde entonces prefiero ir el día de mi cumpleaños, sola, a visitarlo; con el tiempo mi familia se ha dado cuenta que compro helado de vainilla y fresa y que cada año lo como lentamente sobre el césped del cementerio.

martes, 1 de abril de 2008

MI VESTIDO AZUL


Aquel verano todavía usaba el vestido azul que me había regalado mi padre en mi noveno cumpleaños. Mi mamá siempre me regañaba porque lo usaba aunque se encontrara sucio; corría y saltaba para que él me viera, para que me dijera que olía a laurel silvestre.

Fuimos a la playa, como siempre, como cualquier otro domingo de vacaciones toda la familia. Tía Fabiolla, con sus enormes provisiones de comida que hacía cargar a los mellizos, tío Carlos, atlético y soberbio, con su nueva tabla hawaiana, el abuelo con sus indescifrables crucigramas, la abuela risueña con la regía tía Carla platicando sobre el pequeño Fernando que ya empezaba a caminar, mi prima Mariana y yo, mi padre y mi madre y los paisajes de aquel tiempo que terminé olvidando.

El sol calentaba las imágenes, el mar parecía brillar por la desesperación de las olas que caían del cielo, gigantescas como lágrimas de niño asustado. Mariana y yo nos entreteníamos poniéndoles nombre a las gaviotas que pronto desaparecían en la onírica línea del horizonte. El tiempo era desconocido en nuestros juegos infantiles: los castillos de arena relataban historias de dragones y princesas, los mellizos jugaban al football, corríamos para que el agua no nos tocara los pies y la abuela nos diera gelatina.

Mi papá cogía la guitarra tocaba esas canciones melancólicas de trovadores. Mamá sonreía, se veía más hermosa. La familia se extasiaba cuando él cantaba, oía a la abuela contar anécdotas de cuando papá estaba en la universidad, tío Carlos recordaba todas las serenatas a las que le obligó ir, el abuelo dejaba los crucigramas y se animaba a cantar como un chiquillo. No lo entendía, pero en ese instante amaba más a mi padre.

¿Y en verdad perdiste a ese unicornio azul, papi? Acariciándome tiernamente el cabello me respondió: Lo tengo aquí al frente y huele a laurel sucio de tanto mar.

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La canción que tocaba mi padre...